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miércoles, 9 de diciembre de 2015

Comer con emoción


  Lo primero que hacemos al llegar a este mundo es coger una bocanada de aire y empezar a respirar. Y enseguida lo siguiente que hacemos es comer. El primer alimento que ingerimos es la leche materna; un líquido tibio y delicioso, que se reparte por la boca, a la vez que el olor de la piel de mamá lo abarca todo, su pecho suave y cálido nos arropa y sus brazos nos arrullan. Desde este preciso momento la alimentación establece un vínculo definitivo con la emoción, que nos acompañará a lo largo de nuestra vida.

  Esta unión explica porqué en casos de épocas de desórdenes emocionales, la alimentación también se altere. Y pase a ser un caos, en mayor o menor medida, en lo que se refiere a cantidades, tipos de alimentos, horarios, formas de comer, lugares en los que se come, calidad de los productos, conservación de los mismos,... etc. Un sinfín de posibilidades, fiel reflejo del desequilibrio emocional paralelo.

  El hecho de preparar las comidas con atención, de sentarse a comer con tiempo suficiente, de comer caliente, un día tras otro, puede ayudar a fomentar el amor por uno mismo. El tiempo que me tomo en mí mismo, al que cuido y alimento con el mismo cuidado que a aquel bebé. Este amor propio es siempre el primer bálsamo para curar viejas y ocultas heridas.

  No es casualidad que "hogar" signifique "fuego donde se hace la lumbre en las cocinas". Es el corazón de la casa,  allí donde encontramos reposo y refugio, donde las sensaciones vuelven a traernos calma, sosiego y alegría. Cocinar para mantener la familia unida es uno de los mayores actos de amor. Sentarse juntos a comer, también. 

  En estos tiempos locos cada uno establece sus prioridades. Una de las mías es mantener el fuego de mi hogar encendido, para que todo el que llegue a mi casa encuentre un momento para posarse y disfrutar. Cultivando las buenas sensaciones se restablece la armonía.



foto: MacaRon, Florencia
 

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